En la era de las redes sociales, donde la imagen se ha convertido en moneda de validación, cada vez más mujeres recurren a filtros para modificar sus rostros antes de compartir una foto. Lo que parece una simple herramienta estética, puede esconder una realidad más profunda: la creciente insatisfacción con la propia apariencia.
Expertos han identificado un fenómeno llamado dismorfia digital, una alteración psicológica que surge cuando una persona se compara constantemente con su versión filtrada. Esta distorsión puede generar ansiedad, baja autoestima y una desconexión con la imagen real que se ve en el espejo.
Pero, ¿es esto un reflejo directo de inseguridad? En algunos casos, sí. Sin embargo, reducirlo a una cuestión de autoestima sería simplificar una problemática mucho más compleja. Para muchas mujeres, el uso de filtros es una forma de protegerse de juicios externos, de encajar en un entorno visualmente exigente, o simplemente de sentirse más seguras en un espacio donde la perfección parece ser la norma.
Lejos de ser una señal de debilidad, esta conducta revela una humanidad profunda: el deseo de ser aceptadas, de evitar el rechazo, de sobrevivir en un ecosistema digital que constantemente pone a prueba la imagen personal.
Este artículo no busca señalar, sino invitar a la reflexión. Porque detrás de cada rostro filtrado hay una historia, una emoción, una mujer que merece sentirse suficiente sin necesidad de retoques.

